Si la comunicación no puede desvincularse de las sociedades y de la cultura (no pueden existir la una sin la otra), resulta imprescindible responder a la siguiente cuestión: ¿qué sucederá, entonces, cuando todas las formas de comunicación se mercantilicen y la cultura, la materia de la comunicación, se convierta también, inevitable y definitivamente, en una mercancía?
La respuesta es, precisamente, que éste es el desarrollo al que parece estamos asistiendo en la actualidad: la cultura —las experiencias comunes que dotan de significación a la vida humana— está siendo arrastrada de forma inexorable hacia el mercado de la comunicación, donde se renueva con criterios comerciales.
La vida cultural está constituida por una serie de experiencias comúnmente compartidas y, por consiguiente, plantea cuestiones de acceso y pertenencia. Si se es miembro de una comunidad y una cultura, se disfruta de acceso a sus redes compartidas de significado y experiencia; si no se es miembro de esa comunidad, la exclusión es condición definitoria. A medida que una cultura compartida se descompone en experiencias comerciales fragmentadas, los derechos de acceso se van trasladando del dominio común al ámbito comercial. El acceso ya no se basa en criterios intrínsecos —tradiciones, derechos de libre circulación, familia y amistad, etnia, religión o sexo—, sino en la posibilidad extrínseca de pagar su valor de mercado. Si Daniel Bell divide la civilización moderna en tres esferas diferenciadas que interactúan entre sí (la economía, la política y la cultura), hoy asistimos a la culminación del proceso mercantilizador llevado a cabo en el transcurso del siglo pasado, de manera que los valores de los entornos político y cultural han sido arrastrados hacia el ámbito económico. Dentro de la lógica del capitalismo, la aplicación de criterios de explotación no establece diferencias entre un producto u otro. Y es cierto: si el capitalismo industrial pudo apropiarse de los recursos naturales para su ulterior explotación, sirviéndose para ello de la mano de obra local para la producción de bienes y servicios, el emergente capitalismo «cultural» del mismo modo expropia los recursos culturales para producir bienes y servicios culturales. Esta nueva forma de explotación de los recursos —culturales, en este caso— cuenta con un elemento también nuevo y que, en parte, viene por él definido: el desarrollo tecnológico y sus posibilidades de dosificación y posterior reapropiación comercial puesta al servicio del entretenimiento individual que las diferentes innovaciones tecnológicas han ido ofreciendo y que muestran una relación directa entre el surgimiento de la sociedad postindustrial y la disyunción que se ocasiona a raíz de los diversos cambios de ritmo en las áreas de la estructura social, política y cultural. Es decir, que este nuevo tipo de sociedad origina cambios en la estructura social, los cuales, a su vez, provocan problemas gerenciales en el ámbito político y, por tanto, ocasionan nuevas maneras de vivir que son el resultado de la primacía del saber cognitivo y teórico.
Tales modos de vivir desafían inevitablemente a la cultura.
Nosotros creemos que la cultura es una experiencia compartida; es decir, un acercamiento común alrededor de valores compartidos . Sin embargo, es el caso que la producción cultural, inducida por el desarrollo tecnológico, la ha modificado hasta convertirla en «la más poderosa fuerza social y económica de nuestro tiempo».
Marketing y capitalismo cultural
Si la producción cultural se convierte en el fin último de la cadena del valor económico, no es raro que el marketing adquiera una importancia que sobrepasa ampliamente el ámbito comercial. Mediante el marketing se explota el conjunto de los bienes culturales comunes en busca de significados valiosos que puedan transformarse, con técnicas diversas, en experiencias mercantilizadas que luego se puedan vender.
El cambio de perspectiva desde la producción al marketing constituye uno de los más importantes acontecimientos en la historia del capitalismo. El sistema capitalista se sirve de él para traducir normas, prácticas y actividades culturales en mercancías. Los especialistas en marketing utilizan las artes y las tecnologías de la comunicación para atribuir valores culturales a productos, servicios y experiencias, inyectando significación cultural a nuestras compras.
La función del marketing ha cambiado a lo largo de los años, a medida que la venta de la experiencia desplazaba a la venta del producto. En la era industrial, cuando el principal objetivo era la venta de bienes, el marketing —aunque importante— desempeñaba, sin embargo, un papel subordinado. Ahora los trabajadores culturales de la industria del marketing se ocupan principalmente de seleccionar retazos de significado, fundamentalmente, de la cultura popular. Con ayuda de las artes —música, cine, diseño, publicidad—, envasarán el producto para provocar cierta reacción emocional en el cliente asociada a una categoría cultural concreta. La venta del producto se vuelve algo secundario con respecto a la venta de la experiencia, de tal modo que determinadas marcas comerciales no venden tanto el producto que las identifica como la imagen externa (superficial, por ello mismo) de lo que supondría su consumo o su compra: «la imagen no representa el producto», sino que «el producto representa la imagen» ; ésta es la nueva era del marketing. Hoy, comprar significa acceder a un estilo de vida, a la imagen de un estilo de vida que nos gustaría tener y experimentar.
A medida que la producción cultural va dominando la economía, los bienes asumen la condición de meros apoyos. Se convierten en plataforma o escenario para la representación de elaborados significados culturales. Pierden su importancia material, pero ganan importancia simbólica. Son cada vez menos objeto de representación y más instrumento para la representación de experiencias de vida. A diferencia de la propiedad, que generalmente se considera una entidad autónoma, un fin en sí mismo, los bienes se consideran más bien elementos para crear una nueva representación. El nuevo y cada vez más importante papel del marketing es el de gestor de la producción cultural. Los especialistas en marketing crean elaboradas fantasías y ficciones con piezas y fragmentos de la cultura contemporánea, y las venden como experiencias de vida. El marketing, en definitiva, construye una hiperrealidad.
El trabajo del especialista en marketing consiste en saquear la cultura permanentemente para encontrar nuevos contenidos que produzcan determinadas reacciones en nosotros. Con frecuencia, para vender el producto los especialistas en marketing tendrán que sondear las profundidades de la cultura y tomar prestadas imágenes de las fuentes más extravagantes o sorprendentes. De hecho, Benetton, o Levi´s, por poner sólo dos ejemplos, pretenden con sus campañas situar sus marcas en el centro mismo de la cultura popular: es decir, pretendían apropiarse de la cultura mediante técnicas artísticas para explotarla en la producción cultural.
Para los especialistas en marketing, las tendencias contraculturales se han convertido en un objeto de expropiación especialmente atractivo. Entre los asuntos que tienen cabida en sus campañas se pueden encontrar las cuestiones medioambientales, las reivindicaciones feministas, la defensa de los derechos humanos y otras causas donde está en juego la justicia social. Las empresas evocan el espíritu rebelde de sus clientes identificando sus productos y servicios con asuntos culturales polémicos, de modo que sus compras pasen por actos simbólicos de compromiso personal con las causas invocadas. Cuando la gente compra productos en Natura, lo que está comprando, en realidad, es la experiencia de adhesión a la conservación del entorno (?).
En la nueva economía el consumidor es cada vez más un consumidor de cultura, y la cultura es cada vez más un producto, entre otros, del mercado. Esta tendencia resulta especialmente contrastable en un contexto relativamente nuevo: el del marketing de acontecimientos y estilos de vida. Un número pregresivamente mayor de empresas está vinculando sus marcas, productos y servicios a actividades culturales, llegando en ocasiones a controlar el negocio cultural y a administrarlo directamente. La presencia empresarial es prácticamente ubicua en la esfera cultural, y parece que no haya icono anejo a la cultura que pueda evadirse del sello empresarial.
El objetivo del marketing de acontecimientos ligados a un estilo de vida (otra vez Levi´s por ejemplo) es crear relaciones duraderas con núcleos locales y grupos de interés presentando a la compañía como socio y compañero en la actividad cultural. La tendencia, ya hecha hábito, de las consultoras de marketing es aconsejar a sus clientes que, al escoger el estilo de vida o evento patrocinado, liguen su empresa a una actividad cultural o institución que desempeñe ya un papel activo en la vida de la gente a la que quiere llegar. La previsión —ya en marcha— de la próxima tendencia, en lo que se refiere a la puesta en práctica del marketing de estilos de vida o eventos, tendrá como objetivo las actividades y eventos locales .
Los anunciantes son conscientes de que las personas, ante todo y en primer lugar, son consumidores de símbolos más que de productos tangibles. La publicidad, como tal, asume el papel de traductor de los significados simbólicos asociados a referencias culturales; sirve como puente, mediando entre la historia particular de cada individuo y las grandes historias que conforman la cultura. Los consumidores tienen acceso a la cultura (y a sus desviaciones, claro, tan perversas a veces), a sus diversos significados, en parte gracias a los múltiples mensajes publicitarios que reciben. La publicidad informa a los consumidores sobre la «cultura», y les enseña qué compras evocarán la connotación cultural y experiencia de vida más adecuada a sus gustos. El capitalismo avanzado, por tanto, ya no sólo fabrica bienes o provee de servicios, ni siquiera intercambia información: su objeto es, sobre todo, la creación de elaboradas producciones culturales.
Ante esta situación que acabamos de exponer, un pregunta quedaría por resolver: ¿es posible invertir los resultados de este proceso de mercantilización de la cultura?, o dicho de otro modo, ¿existe alguna posibilidad de convertir el marketing y sus estrategias en una herramienta que separada del mercado, por muy paradójico que resulte, pueda ser útil en la tarea de hacer de nuestras vidas una experiencia más libre, menos sometida.
A este respecto, nos gustaría recomendar al lector la visita del sitio www.yomango.net, así como la lectura del texto Acerca de Yomango donde se explica con detenimiento en qué consiste este proyecto pionero de eso que podríamos denominar marketing sin mercado.
desde leodecerca.